#4

''MASÍA MOSQUERUELA''

Vi como el sol ya empezaba su descenso más próximo al cénit y la hora se aproximaba. Habíamos quedado de nuevo en ir a recoger flores silvestres y plantas aromáticas que sirvieran para aumentar mi especiero. Ser la cocinera de la masía no solo significaba pasarse el día entre fogones.

Estábamos a principios de agosto, lo cual significa que por aquí hasta que no empieza a refrescar, ni los olores del monte rebrotan, ni puedes disfrutar de un buen paseo por las colinas vecinas.

Había quedado con Rafael, cochero oficial de una de las familias más importantes y distinguidas de la región. Según me han contado, consiguió el trabajo gracias a unos amigos de la infancia, que le facilitaron el traslado desde Barcelona hasta aquí. Durante los últimos años, corren tiempos muy complicados en España y más nos valdría alejarnos de las capitales; nosotros creemos que por ahora estamos bien aquí, entre montañas y ríos, parecemos inexpugnables, pero no hay nada imposible, así que solo rezamos para que la sangre no llegue a teñir nuestras manos y banderas.

 

Veo una silueta a la distancia, debe ser él, estoy segura.
Aliso con mi mano izquierda mi vestido azul claro y me ajusto los tirantes bien puestos sobre los hombros, en la derecha llevo mi cesta de mimbre, junto con las tijeras de podar que me he comprado con el último sueldo. Mis zapatos siguen también impecables, ya lo comprobé esta mañana.
Cuando se acerca, veo que tiene la cara llena de luz, como si estuviera cogiendo los últimos rayos solo para sí y me los estuviera proyectando. Lleva unos pantalones cortos marrones y una camiseta de manga corta blanca, todo casual y familiar.

Conforme avanzamos en nuestro paseo, descubro que está más hablador de lo habitual, pero no parece nervioso; normalmente solemos caminar la mayor parte del tiempo en silencio, nuestros trabajos suponen muchas horas y mucho cansancio, la paz que nos ofrecemos es como un bálsamo. Aun así, también me agrada mucho esta faceta suya, tan divertida y dicharachera. He notado que está mucho más cerca de mí, he incluso nuestras manos han llegado a rozarse en algún que otro momento; me he puesto nerviosa y le he mirado de reojo, pero no se ha percatado y si lo ha hecho, no ha dado indicios de ello.

Cuando llegamos a la mitad de la ruta, cuando ya tenemos que dar media vuelta y volver, hacemos una parada para reponer fuerzas, él lleva una mochila con queso, pan y vino. Cuando terminamos nuestro improvisado picnic, a lo alto de la colina, justo al lado de una ermita vieja y medio derruida, me coge de la mano, le miro a los ojos y descubro que los tiene brillantes, ese color oro bruñido, ese coloro que se podía confundir perfectamente con el horizonte, parecía que quisiera brillar más que ninguna de las estrellas del cielo.
Sin yo percatarme a penas, se abalanza sobre mí, recoge mi cara entre sus manos y me da un beso en los labios. Pero es un beso suave, con calma, degustando el sabor de la fruta dulce. Yo me aparto, debido a la inesperada actitud de Rafael y la sorpresa que me sobrecogía el pecho. Veo dolor y rechazo en esos ojos de oro, y ojalá hubiera reaccionado de forma diferente, ahora me arrepiento.
Me acerco a él de nuevo, con la esperanza que no me rechace y así, entre caricias, besos y palabras preciosas al oído, oscurece.

Bajamos de la colina apresurándonos de que no sea demasiado tarde y nuestra ausencia haya supuesto una molestia para nuestros respectivos amos. Cuando llegamos a la masía donde trabajo y vivo a tiempo completo siento y presiento que algo no anda bien, sobre todo al ver humo por la parte lateral de la hacienda, grandes bocanadas de humo, pero sin haber gritos, ni escándalo.

Le cuento mi presentimiento y le pido que por favor se espere conmigo hasta saber qué ha sucedido realmente. Cuando voy a la parte de atrás, donde guardamos el ganado y herramientas para la cosecha, veo que todo sigue en orden y que el humo, junto con grandes lenguas de fuego, salen directo de la cocina.
De mi preciada y cuidada cocina.

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